martes, 10 de junio de 2014

hablar de menos

Las palabras tienen una dimensión propia, carácter y significado,  siempre acorde al tono con que son dichas.  En momentos sensibles, si somos parlanchines, salimos con algún discurso enarbolando la gracia o profundidad del evento en turno;  en tiempos duros, encontramos solidarias palabras con qué apoyar a cualquier compañero de rutina,  repartimos consejos sabios que (no vamos a cuestionar), tal vez no hemos probado a modo personal.  En el mejor de los casos, a cierta edad hemos aprendido a no hablar de más,  (en un caso promedio "normal");  manipulamos los modos y usamos palabras disfrazadas para revelar a medias una realidad molesta, cuando la situación es en confianza y andamos con una precaución inconciente que no se vaya descosida encima de nadie...  o, ¿si?    -De acuerdo-  en esas acaloradas ocasiones y con gente muy cercana, "se nos va la boca".

Me gusta pensar que las palabras son semillas y que portan en sí, una memoria futura:  algo que vamos a recordar o algo con lo que seremos recordados.  Una flor de aroma imborrable,  o una adusta vara de espinas.  

Para no hablar de más,  a veces, hablamos de menos.  Callamos la claridad de una razón sensible que nos mueve y nos la cargamos en solitario, cosa que frecuentemente se convierte en resentimiento.  Nos vamos guardando la graciosa prudencia y nos volvemos un poco más solos.   Medimos en un juego de tonos, miradas, silencios,  y decidimos lo que no queremos compartir.   En los casos de personas herméticas por personalidad,  sin duda es más difícil llegar a lo más hondo de la verdad, pero, aquí entre nos...   ¿para qué callar las palabras de lo que se nos queda convertido en arrugas?   (de inmediato contesta la voz de mi abuela, que habita en mi memoria:  "en boca cerrada no entran moscas")

Todos queremos escuchar palabras aprobatorias que se refieran a nuestro comportamiento, nuestro carácter, nuestro físico, nuestra forma de pensar, de actuar.  Necesitamos corrección,  amabilidad, calidez en las voces que nos tratan.  Demandamos un trato digno de nuestros superiores,  de nuestros hijos, de nuestros empleados.  De nuestra persona con conexión emocional, necesitamos palabras de amor, piropos, mimos, solidaridad, paciencia, certeza y -por favor-   simplezas que nos hagan reir y con ello olvidar un poco la vida rutinaria.   Somos profundamente concientes de lo que queremos escuchar.  Con tanta inteligencia, podemos definir, descifrar, criticar y encontrar correctivos para cualquier tercera persona, cercana o no.   Complicando el asunto, podemos además, discutirlo con otros listos como nosotros y la cosa se puede llamar "interés"  o "chisme";  da lo mismo.  Somos complejos en la carga emocional con que observamos y diagnosticamos al otro y, como se decía en tiempos de mis abuelos,  vemos "la paja en el ojo ajeno..."  nos llenamos de palabras y en alguna persona encontramos dónde vaciar nuestra claridad en un juicio tras otro.  Posiblemente sea una clase de miedo disfrazado y la más básica búsqueda de aceptación o de reconocimiento, lo que nos lleva a juzgar y afirmar que esto que pensamos, es lo correcto.   O tal vez,  estamos tan sumidos en nuestra individual rutina, absortos en el drama personal,  que ya ni nos damos cuenta, cuántas veces,  cuántos días, no hemos mirado a los ojos y preguntado un sincero y sentido ¿cómo estás?  a la persona cercana.  ¿Acaso hemos olvidado que no somos lo único en este mundo que vale la pena?  A cierta edad y con la decidida voluntad de ser adecuados, correctos, congruentes, aceptados y maduros:  ¿elegimos con juicio las palabras con las que queremos ser recordados? 

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