miércoles, 24 de septiembre de 2014

El verdadero regalo

Los ciclos se acortan,   los tiempos se reducen,   el reloj pasa más acelerado o a cierta edad nos hacemos más y más conscientes e intensos sobre lo que nos acontece.   Estoy en esa temporada del año en que se han juntado todos los cumpleaños (incluyendo el mío)  y los aniversarios de mis personas favoritas,  y muchos otros muy cercanos a mí.   Arrancó oficialmente en Abril y acabará en Diciembre.    Claro.   Tengo tantas personas amadas que resulta que abarcan casi todo el año (para mi enorme fortuna).  No hay escape.   Planear festejos,  esperar (irrefrenable expectativa)  que lo festejen a uno.  Cumplir,  estar a la altura.   Mientras más cercana es la persona que celebro,  menos importante es lo que llevo,  lo que visto,   lo que obsequio.   A mayor distancia,  más cuidado hay que aplicar en esos mismos renglones y sin conseguir detenerme,  observo los rituales en que participo.   Detrás de los preparativos que incluyen alimentos, bebidas, decoración y organización  de horarios,   la carga emocional que se mueve en uno de estos eventos,  los esquemas sociales,  el compromiso familiar que va enlazado en la generación de memorias futuras y que deseamos cuidadosamente proteger.  Todos anhelamos quedarnos en el registro de la historia emocional de quienes tienen nuestro afecto;   caminamos la vida dejando una huella que –con suerte-  será imborrable.    Idearemos con delicadeza toda clase de detalles con qué obsequiarles,   buscando originalidad,  sorpresa,  halago de sus virtudes, habilidades y gustos. 

El solo hecho de reunirnos, cumple ya con todas las características de “regalo”  para mí;   se desatan las risas,  los gestos amorosos, los detalles de cuidado y alegría con que una familia se bendice a sí misma todo el tiempo.   Los procederes repetidos que ya pueden llamarse protocolo, vuelven a hacerse presentes y el orden de las voces conserva el cuidado respetuoso de la broma cotidiana con que se festeja a los propios.   Hay un patrón de conductas -dueño de toda mesura, que de un modo mágico encuentra libertad para oxigenar la vida que nos damos juntos.  En eventos festivos,  auténticamente se alimenta la animosidad del grupo de personas que compartimos un lazo afectivo.    La red afianza su unión.  

Un festejo es obviamente una oportunidad de compartir y convivir,  pasarlo juntos,  acercarse a los seres queridos,  de modo fácil y desenfadado,  a diferencia de los tiempos duros en que hay que meter el hombro,  entrarle a los jalones y cargar, empujar lo que sea (por cualquier motivo),  para sacar de problemas a alguien amado…   eso no cualquiera lo hace,  pero ahora,  (si me lo permites), con la terca observación y el engranaje mental sonando a todo,  puedo encontrar que tampoco resulta tan simple ser un digno participante de los tiempos bien,  de los momentos de festejo y sus implicaciones.

Obviamente arrastro algo de amargura en la pila de años que acabo de festejarme y la cierta edad de pronto no se acomoda con tanta comodidad o certeza…   supongo que sabes cómo es. Posiblemente por la conciencia del tiempo que uno va (sin querer) adquiriendo,   me doy cuenta de mucho más.  Para mi mala suerte (aunque sé que para nada es extraño),  he pasado por algunos festejos en donde el motivo de reunión parecía ignorado del todo y en su lugar, aparecieron toda suerte de momentos incómodos,  competencia de regalos (por precio o marca),  chismes, verdades veladas, bandos casi quirúrgicamente divididos en grupos que somos familia,  noticias inconfesables pero aún comentadas,  cejas levantadas en miradas cómplices donde se implicaba la desaprobación de algún tercero,  mientras sonaban risas acartonadas y  las piezas no calzaban ni a fuerzas y una triste sensación de falsedad se hacía protagónica.  Al menos dos de las fiestas de este ciclo, han resultado así.  Habría preferido no formar parte del grupo en ese par de ocasiones.  Habría querido, en todo caso,  contar con la libertad de decir mi opinión y quizás la ingenua receta de buena voluntad con qué afrontar las diferencias, respetando con amor los motores originales que nos hacían reunirnos.  Somos sólo humanos;  falibles todos,  perfectibles y perdonables.  Todos.  ¿Por qué entonces andamos con esta actitud juiciosa y castigadora frente a los nuestros?   ¿por qué nos montamos en el dictamen de lo que “debería hacer”  alguien más,  cuando es uno quien está incómodo?  ¿dónde hemos abandonado el gusto de ser,  para convertirnos en la policía de lo que los otros debieran ser?
Me niego a actuar en ese teatro siniestro…   me niego a  recibir el guión de juez para protagonizar a la neurosis descalificadora contra nadie.  Y mucho menos contra alguien a quien amo.  No tengo ganas ni de ver cómo detiene la mordaz obscuridad a la suave delicia de tener seres amados.  Se me ocurre entonces que tendríamos que mantener la generosidad como bandera del evento,  y con ello,  obsequiar lo que tengamos:   para comenzar, el tiempo que regalamos al festejado y su evento,  con una limpieza y sinceridad,  que de  tan serenas, lleguen a ser notables.  A partir de ello,  nuestra participación tenga ingredientes puros del sentimiento que nos une a dicha persona,  sin sembrarle expectativas,  sin pedir acuse de recibo,  sin llevar registro de número, cantidad, costo, calidad, etc…   sino con la bandera de que tener la oportunidad de vivirle en tiempo presente,  es para uno la fiesta entera y el verdadero regalo.  

Hoy elijo asegurarme de que ese sea mi mensaje para obsequiar en cada fiesta, comenzando por la mía.  Vivir hoy,  con gratitud y en paz de que lo que vivo ha sido lo que he elegido  y sigo aquí para disfrutarlo y para aprender de ello. Sólo entonces,  toma un real sentido decir FELICIDADES!