miércoles, 7 de enero de 2015

El dolor requiere valentía

Qué cosa curiosa es el dolor físico.   Un dolor es la respuesta como “sistema de alarma” que produce el cuerpo,  para hacernos reaccionar.    Sea cual fuere el motivo,   nuestro cuerpo físico –que nació para estar sano y feliz,  enfrenta el dolor como un accidente.  Una dura llamada de atención.  Un evento desagradable del que se genera la urgente necesidad de reparación para conseguir olvido lo antes posible.   El sistema nervioso manda señales como reacción.  Desde un pálido dolor de cabeza, hasta dolores incapacitantes,  la señal se convierte en centro de nuestra sencilla humanidad.   Nos llena de miedo,  impotencia, desesperación.  Nos lleva a tomar decisiones absurdas y/o drásticas (o al menos a pensarlas),  desde un sitio tremendamente delicado en cuanto a autoestima se refiere.

Tratándose de dolores grandes,   el evento puede a veces llegar como un violento golpe de sensaciones agudas, estacionarse en lo que nos parece  eterno,  hasta llevarnos al bloqueo de la consciencia, desconectándonos  del ser/estar,   apartar el registro de la memoria del propio evento…    o puede venir como un hilo de agua,  que crece y se hace arroyo,   que llega a río y torna en una cascada intermitente, que mana de alguna falla o daño y  va desgastando el umbral,  disminuyendo la tenacidad, como una lija gruesa en madera seca,    devastando de a pocos los muros de carga que nos cimientan y vulnerando la luz en la mirada,  la suavidad en la sonrisa,  y acaba por herir el ánimo y el alma.

El dolor es de colores: es entera la gama de los cálidos,  del blanco al rojo fuego.  Es de números,  del 1 al 10,  o para más detalles,  del 1 al 100;  puede ser sordo,  agudo, grave,  seco,  puede parpadear,  latir,  quemar,  hacernos gritar,  gemir, llorar,   abrir los ojos, cuando menos,   pero más,  cerrarlos;  nos hace  arrugar la cara, fruncir el ceño, los labios,  encogernos al tiempo de sus espasmos o de sus picos,  nos entume, nos parte,  nos lleva a hacernos ovillo en busca de la posición prenatal,  como una más de sus humanas muestras de indefensión.  El dolor es –por decir lo menos,   inconveniente.   El dolor es espantoso.

Pasar por tiempo en dolor,  rodeado de gente,  o medianamente acompañado,  no es algo sencillo.  Posiblemente, como me pasa a mí,   te ha sucedido que sufres un dolor y aguantas la queja verbal,  el gemido o incluso el llanto,  tratando de no afectar “de más”  a quien está tratando de confortarte;  el personaje en tu compañía se angustia y lo hace expresivamente, mientras uno se hace “el macho” lo más que puede.  En cambio estando a solas,  uno vuelve a los 5 años de edad,   cuando llorar y enrollarse como cochinilla es lo natural para pasar un gran dolor físico.    A cierta edad,  “la bola” (de años)  se hace presente en forma de dolores que los contemporáneos reconocen como “normales”  y habría que pasar por ellos,  como por otros muchos síntomas de nuestra preciosa madurez,  con elegancia y estilo,  pero a diferencia de la necesidad de anteojos o de la paulatina pérdida de audacia y arrojo (por obvia precaución), etc.,  el dolor nos devuelve a la mortal naturaleza, privados de poses,  códigos,  armas, artimañas, maquillajes.  Nos confronta con la breve y frágil cáscara que habitamos y nos despoja de toda galanura.  Regresamos  a la desnudez del alma, en medio de un ambiente por completo hostil.

Y,  aunque se antoja difícil de creer,  puede el dolor tener su lado positivo,  además del obvio que resulta en que uno se atienda algo del cuerpo, que no anda bien…   en los planos emocional,  espiritual, metafísico, energético, etc.,  pasar por dolor también es una activa alarma funcionando para mostrarnos algo de nuestro ser, que no anda bien.   El dolor físico puede auténticamente ser un simple síntoma de un mal emocional.   Además de la atención médica/física,  en este otro contexto habrá que ponerle atención para decodificar lo que el dolor nos muestra,  encontrar los síntomas,  la causa,  comenzar a atender “el mal”  y corregirlo.  Hay que “entrarle”  con más valentía que la que aplica  al  ir a cirugía,  ya que están involucradas las más íntimas verdades de nuestro ser humano,  y no únicamente carne, huesos, tripas y nervios,   sino todo lo que creemos, pensamos, sentimos, esgrimimos,  defendemos, callamos y ocultamos;  lo que nos conforma,  por genética, por herencia o aprendido.  Nuestras memorias, buenas y malas,  acaban siendo un síntoma de alegría o de dolor  y  para el caso,  el dolor es sólo un síntoma de ira o de tristeza.    El solo decirlo,  no es simple, ni lindo.  Pero  es real.    Así que,   acierta la “cierta edad”  y lo que uno va aprendiendo sobre sí mismo,  que deja de ser un simulacro y se convierte en compromiso con los “arrestos” que hay que tener para meterse a quirófano  con un neurocirujano,  mientras que ya no se hace “guaje”  y le entra al tema de fondo.   Los médicos pueden arreglar los cables y ponerlos a funcionar relativamente en orden…   pero a uno le toca arreglar el verdadero origen...   porque así como nuestro cuerpo físico ha nacido para ser sano y funcionar,  nuestro ser humano, ha venido aquí para ser feliz.