domingo, 29 de junio de 2014

y tú te quejas?

Entre todas las edades he escuchado (y repetido)  la constante queja de lo que queremos y no tenemos aún.   Lo que se nos antoja, puede mostrar datos precisos sobre nuestra personalidad,  nuestro estilo de vida,  nuestra economía,  obviamente nuestra edad y peligrosamente, nuestra frustración.

En el camino que recorro rutinariamente, hay un exceso de colorido entre anuncios espectaculares, paredes decoradas de comerciales y las nuevas pantallas que hacen las veces de televisión para anunciar películas, productos, partidos políticos, ofertas de todo tipo.  Demasiada información para asimilar entre la inconciente guerra que uno monta sobre el transporte para adelantar un metro más que el soldado va al lado...  vivimos distraidos en un mundo impersonal y gélido.  Descontaré de mi comentario, aquellos comerciales donde es una persona atractiva en prendas menores la "distracción"  esos, se llevan algo más de dos segundos de nuestra atención y a veces, hasta nos llevan a reconocer cierto instinto de humanidad en nosotros mismos.  Somos seres básicos.  Los mercadólogos entienden y manipulan nuestras mentes alevosamente.

Somos nuestros comerciales,   nuestras historias en la tele o el cine,  el artista de moda,  el campeón de tal deporte,  somos un objetivo a conseguir y estamos totamente aturdidos y ciegos frente a ello.  Absortos en el mecanismo mercadológico que es el verdadero gobierno del mundo y andamos a tientas en un torbellino de ambiciones, anhelos, envidias y pura frustración.  De algún escrito ajeno, en un fin de semana de grandes ofertas a crédito,  saqué la frase de que "compramos lo que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para conseguir la aprobación de personas que no nos importan".   Es exactamente nuestra pasión vital.   Colores, diseños, cortes, formas, nuevas habilidades, alcances, como si con el solo hecho de enfocar la vista en el objeto del deseo,  adquiriésemos un nuevo poder sobrehumano.  Una nueva urgencia por conseguir.  Desgarramos el ánimo de nuevo, cuando en lugar de una figura digna de comercial, tenemos esta silueta normal y mundana.  Pensamos en cirugías,  venenos, fajas, médicos y medicinas que prometen milagros.  Fruncimos el ceño si este desgraciado infeliz tiene un mejor auto que el nuestro,  que con tanto trabajo mantenemos lejos de llamarse corcholata;  escuchamos la charla crecida de algún fulano que tuvo viaje a un país que nosotros no conocemos.  Deseamos el nuevo celular, el nuevo aparato, una tele más grande,  el perfume que anuncia tal artista,  la ropa de moda,   el lugar de moda, la bebida de moda...   más allá de nuestros recursos,  nos vamos llenando de necesidades generadas por el anhelo  y éste, nos invade el subconciente desde el exceso de información con que somos atacados a cada instante del día.  En competencia,  ¿con quién?  ¿para qué?

En el colmo de quién soy frente a esta idea,  por la cierta edad -seguramente- me vuelvo a cuestionar ¿cómo es que lo permito?  ¿acaso no tengo control sobre lo que consumo o deseo consumir?  Uno de los peores, pero más claros ejemplos que encuentro,  es de nuevo la comida:  nos resolvemos la hora de comer con un combo de hamburguesa, papas y refresco y me atrevo a decir que costará al menos el doble de lo que una buena comida hecha en casa podría significar.  No nos tenemos el cariñito de cocinar un guiso sencillo que llevar al trabajo.  No hay tiempo.  Las cocinas económicas, fondas, restaurantes familiares, desaparecen frente a las marcas trasnacionales de comida rápida que ofrecen acortar el tiempo de espera y en las letras pequeñas deberían declarar la garantía de incrementar los problemas de salud.   Las tienditas de esquina se esfuman gracias a las tiendas de conveniencia y así,  sin darnos cuenta,  nos volvemos adictos a ciertos usos y costumbres que no ayudan a la economía de nuestro vecindario,  de nuestra ciudad,   de nosotros mismos.

El tendero vecino es un buen hombre de edad madura,  algo más que cierta edad, diría yo.  Cualquier día regaña si él mismo ha hecho mal la cuenta del cambio y se le hace saber,   pero la verdad es que es infinitamente más amable que cualquier empleado de la tienda de marca que abre 24 horas, y que está en el camino cotidiano.     La fonda que acostumbramos visitar,  también vende hamburguesas, pero tiene además meseros, que olvidan el pedido y a veces tardan un poquito de más,   y que ignoramos o elegimos callar el inconveniente, porque es donde hacen una sopa de tortilla y unos chiles rellenos que tienen casi la sazón familiar, en un sitio cálido y limpio.   La boutique de dos cuadras abajo de casa,  pequeñita y siempre festiva,  tiene diseños que no se le ven a ninguna otra persona en mi entorno laboral...  porque obviamente no vende una etiqueta que encuentras en todos los centros comerciales.  Así que, si no elegimos apoyar lo que producimos,  como hacen otras comunidades tradicionalmente exitosas,  ¿de qué nos quejamos tanto?

No podré ir con un traje típico a trabajar mañana,  pero por mi palabra de honor que no compraré comida rápida de marca extranjera.  Ya debería -a cierta edad-  saber elegir lo correcto.

sábado, 21 de junio de 2014

producir una vida

Despertar.  demasiado temprano para mi gusto.  Saltar a la regadera apenas con conciencia, elegir lo qué vestir entre sorbos de café que salva vidas.  Despedirse amorosamente (si uno tiene la suerte de vivir con alguien a quien ama).  Salir de casa,  El instante de ingreso a la fila para dar vuelta, entre otros cien autos, antes de llegar al verdadero tráfico de la mañana, ignorar las mentadas, los lanzamientos de lámina y la desesperante cruzada por un metro cuadrado...  llegar a la oficina, saludar al resto de los quejosos que tampoco querían llegar,  preparar café.  Abrir el correo del trabajo,  suspirar;  comenzar el día.   Un día más.

Pasamos por tanta gente -tan invisiblemente-,  que bien podemos formar parte de un paisaje urbano que tiene poco para llamarse "sociedad":  por completo impersonal.  Si andamos en la calle, no somos vistos,  no vemos a los demás.  Si no voy tarde, (y me acuerdo de algo además de la inmortalidad del cangrejo), me gusta ver los rostros de esas personas que van caminando la banqueta o en el auto,  en las ventanas de los camiones de transporte público, de pié...  de malas.   Ceños fruncidos,  malhumorados y distantes.  Seres vivos inmersos en el deber y que no encontramos placer en ello.  Esta es la selva de la ocupadísima gente que trabaja, cumple horarios y produce dinero para poder sostener su mundo,  sostener un estilo de vida,  juntar para las vacaciones,  tener dinero para ese artículo que está en los anuncios espectaculares y se ve tan lindo,  la tecnología, el vestido,  los costos de transportarse,  de alimento,  una vivienda lo más acorde posible a nuestros sueños.  Como estamos en cierta edad,  seguro  la vida ya se nos complicó de maravilla y  habrá -además de todo lo anterior- que tener medios también para la mejor escuela de nuestra zona  (habitacional y de costos) para los hijos; y con suerte, lograr recursos para  algún que otro gusto para la pareja, el gimnasio de mejor nombre, y cien mil etcéteras que están ya de sobra ennumerar.  Producir la vida implica abandonarse a un básico de tener, para ser. 

En este mundo social donde somos "nadie"  para tantos, y somos tantos para el capitalismo,  jugamos el papel importantísimo de no importar.  Colectivamente,  como células de un organismo, hacemos lo que nos toca, sin cuestionar,  obedientes. Borreguitos del rebaño.  Debemos conseguir.

Se dice por ahí, que pasamos los primeros años de la vida desgastando la salud para conseguir dinero  (y el estatus que implica),  para llegar a los años avanzados y acabar todo el dinero par intentar conseguir  salud.  A cierta edad,  tal vez estamos a tiempo de reubicar las prioridades.  Me gusta creer que la meta de la vida es ser feliz.  La felicidad de cada instante, se mide con la distancia que existe entre lo que quieres y lo que tienes.  A tí,  ¿qué te hace feliz?  ¿Te preguntas qué falta para conseguirlo?

Con todo lo que hemos aprendido, porque ya estamos aquí,  en los años de comenzar la evaluación...  tal vez valdría la pena preguntarnos  ¿dónde dejamos olvidada la individualidad maravillosa de nuestros gustos y placeres?  Yo encuentro como posible respuesta, la inercia dictadora de nuestra sociedad impersonal.  La vida se volvió de obligaciones.   A cierta edad ya no salimos a caminar a la alameda,  a andar un camino pueblero,  un mercado nuevo,  una banqueta o toda la colonia en patines,  ya no jugamos un partido callejero de nuestro deporter favorito, con la pandilla amistosa de la cuadra,  ya no estamos para descender un río (y ya no hay tantos ríos), ya no jugamos canicas (ya casi no hay sitios donde las vendan),  ya nos olvidamos de cómo jugar el trompo, el balero.  Dejamos el fantástico placer del juego en que éramos mejores, para vestir una actitudinal playera de moda, en la temporada de tal o cual torneo, copa o  liga (y de mejor estilo si ésta es internacional).  Hoy dia, la pasión del juego se convirtió en consumismo también.  Aquello de tener para ser,  es lo que nos define.  Si reducimos el universo social a nuestro más breve entorno,  entre los más cercanos,  ¿podemos disfrutar sin consumir?  ¿podríamos volver a disfrutar las carcajadas y triunfos de un juego de mesa?  ¿Podríamos dejar de asistir a centros comerciales como la salida familiar del fin de semana y en su lugar, ir al parque?  ¿podríamos gastar menos la vida en la búsqueda de encajar en donde no contamos para nada,  y disfrutar más lo que en realidad importa?   

Por mi parte,  robándome el comentario de una red social,  diré que a cierta edad,  he madurado.   Cuando tú madures, ven a buscarme a los columpios. 


jueves, 19 de junio de 2014

Mi fragilidad tuya

Hemos crecido y adelantado años en conocimiento y experiencia, para andar por el mundo bien seguros, plantados, enteros;  confrontamos la realidad con una sabiduría que en tiempos más jovenzuelos no se nos habría ocurrido jamás.  Erguimos la espalda, respiramos hondo y tomamos decisiones con soltura,  porque las vivencias así nos lo permiten.  El asunto de resolver lo que la vida trae, está ya grabado en nosotros,  que tenemos cierta edad,  con firmeza y confianza.  Casi siempre.  O eso nos gusta creer.  Cuando me lo pregunto,  (porque el engranaje mental no me suelta),   me gusta pensar que hay certeza y asertividad en lo que voy eligiendo como solución a los pequeños, medianos y grandes retos y eso exactamente es lo que encuentro fascinante en la gente que admiro y que no dejo de observar por esa admiración.  Respeto profundamente a esas personas que deciden, eligen, disciernen con serenidad entre sus opciones y esgrimen la elección como si tuvieran un guión perfecto entre las manos, para que los resultados sean favorables. 

Y luego,  claro,  llegan las pequeñas y absurdas "pruebas"  con que la vida nos sorprende y asalta un día pleno y feliz,  para aturdirnos, desnivelarnos y hacernos titubear:  hoy -otra vez-  me enfrento a mis miserables dudas, por un evento minúsculo que debía ni siquiera llamar mi atención.   Hoy olvidé que no traje auto y había ofrecido llevar a dos personas a un destino cercano.  Tres bajo la lluvia esperando poder resolver.  Tomaron taxi.  A mí me tocó esperar a que vinieran por mí.  Pasé la frustrante pena de admitir el olvido y sin importar que a ellas no les afectara tomar un auto de sitio, mientras esperaba, a mí  se me quedó la sensación de impotencia.   Me observo.  Me entero -otra vez-  que tengo obsesión por el control y que el triunfo de "decidir correctamente"  en mi caso es un síntoma de autonomía e independencia que ya debería haber extraviado,  porque así es como la vida se me ha replanteado.  He resistido ese cambio,  por un mecanismo automático y de autoconservación que me llevó  a sobrevivir y a sacar adelante montones de responsabilidades,  con éxito incluso.  Estoy sobre la costumbre de "probar"  que yo puedo.  Yo me encargo.  Yo resuelvo.  Yo sí.  Yo-yo...   qué vergüenza.   Cuando una de estas bromas mundanas de destino me dejan inmóvil y sin saber qué hacer,  y sobre todo,  dependiendo de alguien,  regreso a la sensación de los cinco o seis años de edad, cuando por dos segundos no encuentras a tu mamá en el mercado.  Desolación y miedo.  A cierta edad, claro que no podía sentarme a llorar en la banqueta durante la helada y horrible espera,  como mi instinto solicitaba. No era ni propio, ni elegante.  ¿te ha sucedido?  Seguro no,   Seguramente tus certezas no te permiten orillarte a estas fronteras infantiles de absoluta fragilidad inconfesable.  ¿verdad?

Sea la pareja,  un familiar (uno de los favoritos),  una amistad de esas que se hermanan para toda la vida, es decir alguien realmente cercano...    teniendo a quién contarle estas burradas, parecería sencillo enfrentarlas, compartir y hacerlas menos casi instantáneamente porque el asunto se parte en dos,  se reparte y se hace más liviano.  Podría ser lo obvio, pero mira bien...  no necesariamente es así.

Con tanto por hacer y con tantos años de repetición en que la ayuda era algo impensable,  en el tiempo de ser la única persona adulta que decidía,  sí aplicaba aquella voluntariosa definición de unicidad,  pero en este tiempo  en que ya hay alguien más,  tiempo maravilloso de tener compañero de vida,  y que -por fin-  alguien diga "no te preocupes,  yo me encargo",  sencillamente estalla en mi cara como cubetada de agua helada.  Mi fragilidad jamás ha sido tan evidente.  Hoy que se reparte, parece hacerse más grande y por primera vez me encara con un gesto desafiante:  ríndete.  Acostúmbrate.  Cede.  Concede.   Adiós control ¿cierto?  (rayos!  con todo el trabajo que me costó!!)  Para esa estupenda persona cercana a mí,  puedo elegir y decidir con una rapidez que le infunde calma y hago lo que sea necesario para que se sienta mejor y con tranquilidad.   Pero recibir eso,  cuesta más que trabajo para alguien con armadura mental, como yo.   Soltarme a ser frágil me resulta una tarea tremenda y confesarlo es casi tan difícil como darme cuenta de que así soy.    Aparentemente la cierta edad, acierta en esto de analizar y llegar a la profunda verdad que nos conmueve y nos limita,  para poder erguir la espalda, respirar hondo y sonreir al momento de la fantástica elección de dejarse ayudar.   A veces,  lo sabio, adulto, responsable y sensato es, simplemente,  no ser yo quien decida.

martes, 10 de junio de 2014

hablar de menos

Las palabras tienen una dimensión propia, carácter y significado,  siempre acorde al tono con que son dichas.  En momentos sensibles, si somos parlanchines, salimos con algún discurso enarbolando la gracia o profundidad del evento en turno;  en tiempos duros, encontramos solidarias palabras con qué apoyar a cualquier compañero de rutina,  repartimos consejos sabios que (no vamos a cuestionar), tal vez no hemos probado a modo personal.  En el mejor de los casos, a cierta edad hemos aprendido a no hablar de más,  (en un caso promedio "normal");  manipulamos los modos y usamos palabras disfrazadas para revelar a medias una realidad molesta, cuando la situación es en confianza y andamos con una precaución inconciente que no se vaya descosida encima de nadie...  o, ¿si?    -De acuerdo-  en esas acaloradas ocasiones y con gente muy cercana, "se nos va la boca".

Me gusta pensar que las palabras son semillas y que portan en sí, una memoria futura:  algo que vamos a recordar o algo con lo que seremos recordados.  Una flor de aroma imborrable,  o una adusta vara de espinas.  

Para no hablar de más,  a veces, hablamos de menos.  Callamos la claridad de una razón sensible que nos mueve y nos la cargamos en solitario, cosa que frecuentemente se convierte en resentimiento.  Nos vamos guardando la graciosa prudencia y nos volvemos un poco más solos.   Medimos en un juego de tonos, miradas, silencios,  y decidimos lo que no queremos compartir.   En los casos de personas herméticas por personalidad,  sin duda es más difícil llegar a lo más hondo de la verdad, pero, aquí entre nos...   ¿para qué callar las palabras de lo que se nos queda convertido en arrugas?   (de inmediato contesta la voz de mi abuela, que habita en mi memoria:  "en boca cerrada no entran moscas")

Todos queremos escuchar palabras aprobatorias que se refieran a nuestro comportamiento, nuestro carácter, nuestro físico, nuestra forma de pensar, de actuar.  Necesitamos corrección,  amabilidad, calidez en las voces que nos tratan.  Demandamos un trato digno de nuestros superiores,  de nuestros hijos, de nuestros empleados.  De nuestra persona con conexión emocional, necesitamos palabras de amor, piropos, mimos, solidaridad, paciencia, certeza y -por favor-   simplezas que nos hagan reir y con ello olvidar un poco la vida rutinaria.   Somos profundamente concientes de lo que queremos escuchar.  Con tanta inteligencia, podemos definir, descifrar, criticar y encontrar correctivos para cualquier tercera persona, cercana o no.   Complicando el asunto, podemos además, discutirlo con otros listos como nosotros y la cosa se puede llamar "interés"  o "chisme";  da lo mismo.  Somos complejos en la carga emocional con que observamos y diagnosticamos al otro y, como se decía en tiempos de mis abuelos,  vemos "la paja en el ojo ajeno..."  nos llenamos de palabras y en alguna persona encontramos dónde vaciar nuestra claridad en un juicio tras otro.  Posiblemente sea una clase de miedo disfrazado y la más básica búsqueda de aceptación o de reconocimiento, lo que nos lleva a juzgar y afirmar que esto que pensamos, es lo correcto.   O tal vez,  estamos tan sumidos en nuestra individual rutina, absortos en el drama personal,  que ya ni nos damos cuenta, cuántas veces,  cuántos días, no hemos mirado a los ojos y preguntado un sincero y sentido ¿cómo estás?  a la persona cercana.  ¿Acaso hemos olvidado que no somos lo único en este mundo que vale la pena?  A cierta edad y con la decidida voluntad de ser adecuados, correctos, congruentes, aceptados y maduros:  ¿elegimos con juicio las palabras con las que queremos ser recordados?