domingo, 19 de octubre de 2014

Renovarse o ¿morir?

No me gustan las mudanzas.   Empacarlo todo,  con un cuidado neurótico para que no se rompa,  no se arruine,  no se pierda...   eso debe ser:  huella de pérdida.  Durante muchos años de mi vida adulta me dediqué a la hotelería,   ventas y convenciones en la mayor parte de ese tiempo y por la descripción de puesto, había que andar "como Judío errante"  de una ciudad a otra,  con el trabajo fijo en una y hospedándome por una noche en todas las demás.  Cuando más salvaje,  había viaje dos de cada cuatro semanas y literalmente ya no sabía dónde había amanecido (no pienses mal,  era un trabajo decente),   y de manera intermitente,  cada año o dos, había que mudarse a un nuevo sitio;  otro hotel, en el mejor caso, de la misma firma.  Allá iba como caracol, con mi casita a lomos,  arrastrando mi piano, mi gato,  mi colección de LPs y de libros,  y sobre todo,   a mis tres personas favoritas,  (que siempre lo tomaron como una aventura fantástica),  esos  adultos mayores con vocación de escuincles  -para mi enseñanza,  con que la vida me obsequió y que me han acompañado a todos lados,  pero que desafortunadamente aprendieron de mi ejemplo,  también en este asunto;  resultaron medio nómadas igual.  Aún ya fuera de las cadenas hoteleras,  haciendo asesorías por mi cuenta,  mi trabajo seguía siendo itinerante,  pero más controlable,   más en mi voluntad que en la escueta insrucción de aquellos jefes y directores.    Recuerdo un terrorífico viaje al país vecino en tiempos de nieve,  que para mi escasa fortuna, duró cinco semanas.  Lo sufrí cada minuto.  Andar así, me parece cruel.  No tengo esa hechura que gozaban otros,  cuando no acababan de llegar a una nueva ciudad y ya estaban planeando la salida nocturna,  juntos, y en muchos casos, hasta revueltos.  Los equipos de compañeros de trabajo en caravana,  llevábamos organizados desayunos o comidas para agentes de viajes y en una feria de información (claramente olvidable),  promoviendo nuestro destino turístico,  rifábamos unas cuantas estancias (en la temporada más muerta del rancho) y nos descargábamos de cajas de plumas, folletos, blocks para notas, bolsitas,  vasos, termos,  todo con nuestro fantástico logotipo.    Al terminar cada uno de estos eventos,  El grupo de vendedores tenia un tremendo cambio de personalidad y comenzaba a desatarse vertiginosamente la furiosa libertad de andar en tierras de otros.  Con una soltura descarada,  se largaban a cualquier sitio donde hubiera alcohol,  se "amigaban"  algo más que de costumbre y se bebían hasta el agua de los floreros.  Se encariñaban instantánea y livianamente por el tiempo del viaje,  o conocían al amor de la vida, (o lo que la vida duraba en cada sitio),  volvían llenos de risas, anécdotas bizarras y sórdidas y allá estaba yo con cara de asombro y los ojos crecidos de espanto, escuchando historias breves, sorprendentes de tan idénticas, en el camión o avión,  de un lugar a otro.  Yo tengo límites muy cercanos para esos quehaceres.   En cada caso,  llegué a mi habitación de hotel del sitio ajeno,  con prisa por llamar a casa y mandar mimos por fibra óptica, para luego ordenar servicio a cuartos,  encender la televisión a que me arrullara y buenamente,  dormirme a las 3 o 4 de la mañana, porque tampoco sé dormir en camas desconocidas.  Enormes límites.

Ahora que voy a mudarme de nuevo,  vienen a mí un sinfín de historias pasadas en las mudanzas de mi vida.  Aunque ya es muy raro que llegue a romperse algo, porque he adquirido TODA la experiencia para empacar, envolver, embalar y amarrar cajas,  de todos modos,  hay que hacerle seña de bendición al camión que transporta el triquero y cruzar deditos todo el camino para que llegue bien  y sin remedio,  cada mudanza pierde algo.  En cada casa se queda un pedacito de la vida...    Y al llegar,   en cada sitio nuevo uno suspira cuando termina la descarga, porque comienza el trajín de sacarlo todo y encontrarle lugar.  Se vive entre cajas, empaques y periódicos arrugados durante semanas y hay casos en los que algunas cajas no terminaron de desempacarse cuando ya hay que envolver todo de nuevo.  

Conozco personas que se han quedado décadas en sus lugares.   Casas que han pasado por generaciones y familias que tienen esa estancia perenne.  (Yo quiero ser así cuando sea grande).   Así que,  de cuna "estacional"  como las golondrinas,  como puedes ver,   a cierta edad uno ya quisiera quedarse.   Sencilla y simplemente "estar"  en un solo lugar y confiar haraganamente que ahí habrá de quedarse la vida.  ¿dónde estás tú?  ¿ya llegaste a ese sitio? 

Aprendí de todas estas vueltas,  un montón de cosas útiles,  como hacer nudos inviolables,  elegir en dónde vivir contando con los gustos y necesidades de mi familia entera (o siempre he soñado que así ha sido),  conocer a fondo cada ciudad, cada vecindario de donde nos ha tocado habitar,  hacer amigos,  cocinar algún platillo típico de la cocina local y así,  también sé que hay muchas cosas con las que todavía me toca enfrentar dificultad,   por ejemplo,  la lista de cajas numeradas,  cuando no se pierde, seguro está equivocada,   los zapatos y ropa descartados a la hora de empacar, siempre sí van a extrañarse,  este o aquel adornito en realidad no era tan imprescindible porque ya ni queda con la nueva decoración...   en fin.   Esta extraña renovación de mudarse por azares ajenos a la estricta voluntad,  o dicho en mis términos,  cuando no me daba la gana,  me sigue representando un agobio.  Un pesar extrañamente conocido,  pero una vez más,  suspiraré en el nombre de la resignación y haré un genuino esfuerzo por llegar al nuevo sitio y "anidar"  con renovada ilusión y con ojos de futuro.