jueves, 17 de diciembre de 2015

Los malditos cambios

Ya en otras ocasiones me he debatido por el tema de los cambios con que la vida sorprende para replantearlo todo.  A cierta edad no siempre se acierta al enfrentar, realizar o convenir un cambio, en especial si se trata de uno mayor;  los cambios menores son casi siempre imperceptibles, o sencillos de afrontar, pero no los grandes.  Esos son engorrosos, complicados, difíciles y por decir lo menos, odiosos.  Sabemos de la resistencia a "soltar"  que va acentuándose con los años,  idénticamente a las llantitas, las arrugas, las manías...  todo se nos va haciendo un poco más simbólico, algo más propio y pretendemos adueñarnos del control.  Sé que no a todos nos pasa,  pero sé de cierto que a muchos sí.  Lo sé en carne propia y en muchos de cerca.  Los cambios atemorizan.  Plantean lo desconocido.  Cambiar por decisión supone contemplar posibilidades que aún puedan estar en el aire.  Qué miedo. Una de mis personas favoritas me resume con asombrosa soltura,  diciendo que la rutina donde nos acomodamos incluso llega a minar la autoestima, si por no perder  nuestra zona de confort, nos negamos cosas, salidas, personas, situaciones y así lo creo.  Nos vamos limitando maravillas nuevas y la fantástica sorpresa de vivir lo inesperado y perdemos de a poco la capacidad natural de adaptarnos sabrosamente a lo que la vida traiga.  

cambiar es lo natural.  la vida se basa en evolución y eso significa cambio.  Todo cambia.   Lo dicen las canciones de Julio Numhauser, cantada por Mercedes Sosa y la de Woody en Toy Story,  (es decir,  abarcando un número de generaciones),  y ha sido observado por muchos tiempos.  Sufrido en todos.  Cambiar duele.  Cambiar de decisión duele porque puede estar implicando una derrota que reconocer,  corregir, salir de la pista y tomar rumbo nuevo, perder una meta idealizada,  soltar.  

Sin connotaciones sexistas,  supongo que no dejaríamos de ser gusanos si no pasamos por el estado de metamorfósis, sus sacrificios e implicaciones,  a través de los que nos convertiremos en libres mariposas.  Bienaventurados los que dicen "renovarse o morir" y que se sacuden el polvo de la equivocación o la falla, para bienvenir la nueva posibilidad.  Los malditos cambios pueden traer nuevos dolores, pero también nuevas posibilidades y éxitos.  Que la "cierta edad"  no nos impida reponer las fuerzas con que la vida merece empeñarse, apostándolo todo, dispuestos a morir por vivir.


domingo, 1 de noviembre de 2015

La muerte

La muerte es parte de nuestras vidas.  Para comenzar,  es la única cosa que tenemos garantizada desde el momento de nacer.  Todo lo demás dependerá de circunstancias, eventos y "suerte".  No así la muerte.  Esa de seguro va a llegar.  Nos la cruzaremos andando el camino de vivir,  incontables ocasiones, unas más de cerca,  más propias,  otras de lejitos, más ajenas.  Algunas marcarán nuestras vidas y se quedarán convertidas en un dolor seco y mudo para siempre.  La muerte y su certeza.  La catrina, para nosotros en esta noble tierra y por región, o dependiendo del tamaño del discurso que la implique, la llamamos: la Chingada, La Fregada, La Hilacha, La Rasera, La Matadora, La Cargona, La Huesos, La desdentada, la Jodida, la Pelleja, la Cabezona, la Chicharrona, la Canaca, la Indeseada, la Chiripa, la Chinita, la Patas de Hilo, la Patas de Catre, la Hilacha, Doña Osamenta,  costal de huesos, la Siriquisiaca,  la Pelada, la Espirituosa, la Chifosca, la Chupona, la Democrática, la Malquerida, la Flaca, María Guadaña, la Enlutada, la Chupona, la Grulla, Patas de Popote, la Polveada, la Comadre, la Dama del Velo, la Indeseada, la Trompada, la Dama delgada, la Curamada, Patas de Ixtle, Patas de Hilo, la Chinita, la Raya, la Hora de la Hora, la chirrifusca, la güera, la calaca, la tiznada, la tía de las muchachas, la canica, la huesuda, la blanca, la pelona, la Matiana y otros.  En una vuelta por Pátzcuaro, Michoacán,  hace unos años, con una de mis personas favoritas,  encontramos y adquirimos por módica suma,  un juego de lotería que en lugar del típico cantar del jarrito, el negrito, la dama, el cántaro, etc., canta estos nombres mexicanos a la muerte, con originales dibujos de  calaveras.   Andando en tiempo de muertos por cualquier pueblo mágico de México se luce en cada tienda y taller de artesanías a la catrina, en poses, actitudes y vestuarios innumerables.  Galana de todas suertes, hecha de barro en su mayoría, pero también las hay de madera, yeso, cerámica, latón, antimonio y vidrio;  vestida con su atuendo tradicional con falda de enredo y bordada a mano,  con el sombrero y velo, tocado de flores y plumas de avestruz de brillantes colores,  con formas de mujer pero mostrando los huesos,  con esa sonrisa irónica que puede tanto ser de burla, como de terror:  maravillosas todas.  Ya evolucionando en diseños,  se encuentran Catrinas vestidas de cualquier moda, coqueta, como vedette, vestida de novia o de Frida Kahlo,  (con cejas y todo), etc.   En el pueblo que habito hoy día, también se festeja la muerte en estos días con vendimia de magia que implica homenaje y una extraña resignación,  casi distante pero completamente propia.  La feria del alfeñique en Toluca, Estado de México,  es una vital oda a la muerte.   La tradición mexicana de honrar a nuestros difuntos,  y que inició antes de la llegada de los españoles, se ensalza en este mercado anual en el que el dulce es tan protagónico como la mismísima calavera.  De azúcar y con tu nombre...  o con el nombre de los difuntos que tomaron turno antes que uno,  el montaje del elaborado altar de muertos (también llamado ofrenda), lleva tiempo y método preciso para realizarse,  avanzando por días en la colocación del arco de carrizo o metal, decorado de flores amarillas para la tierra y moradas por el luto, siete o tres niveles, al gusto de quien lo hace, petate,  sal, pan blanco, incienso de copal,   cempazúchitl, garra de león,  pan de muerto, agua, veladoras y los manjares que a cada muerto agradaban.  Un Cristo,  papel picado de colores y coronando en lo alto la ofrenda,  la foto del difunto,  con la creencia de que en la noche de muertos regresará a confortar nuestra pérdida y hay que recibirle como en vida.

Por tradición, la muerte se celebra en mi tierra con burla y rezonga,   con versos (calaveritas, desde el siglo XIX), e imágenes, con altares y luto,  con risa y resignación.  José Guadalupe Posada dedicó en calaveras su arte para caricaturizar desde el chisme cómico a la noticia trágica, del suceso real a la narración fantástica y retrató como calaca a todo tipo de personajes: revolucionarios, políticos, fusilados, borrachos, militares, bandoleros, catrines, damas elegantes, charros, toreros y obreros, y tengo la certeza de que no imaginó hasta cuándo y hasta donde llegaría su estampa de "la Catrina" a significar para todos los nativos de este país.


Además del ánimo que me empuja por no perder las tradiciones que nos han criado y que podemos prolongar a la siguiente generación,  obviamente,  estas fechas nos hacen acariciar (no de buena gana), la idea de morir.  Desaparecer.  Irnos.  Dejar a los nuestros.  Este pensamiento se va haciendo más recurrente a cierta edad,  cuando vemos crecer a esos mocosos mal portados que nos tocó "asesorar" y se vuelven gente crecida y con opinión;  cuando nos vemos al espejo y nos da un breve ataque de sorpresa (que no compartimos con nadie),  porque lo que nos muestra el cristal no es la imagen que tenemos de nosotros mismos,  cuando los achaques comienzan a denotar que ya se nos pasó "la fecha de garantía"  y cruzamos dedos porque no llegue muy pronto "la fecha de expiración".  Nosotros los vivos honramos a nuestros muertos en esta época del año.  Me pica la cresta preguntar si acaso honramos la vida el resto del tiempo,  o la obviamos desapercibidos en feliz inconsciencia de su inevitable final.  


Alguien,  si tenemos suerte,  pondrá nuestra foto en una ofrenda de muertos alguna vez.  Alguna persona podría escribir en una calaverita de azúcar nuestro nombre.  Alguien pondrá, tal vez, en versos jocosos,  nuestras características de personalidad.  Si nos vamos a quedar en la memoria de alguien,  que sea con cosas buenas.


"la muerte me anda rondando,  yo ni los ojos abría,  tempranito me persigue, desde el cuarto a la cocina,  mejor estoy cocinando pa´invitar a la Catrina,  quien quita y le den agruras,  me deje para otro día" (M.Molina).






sábado, 19 de septiembre de 2015

hijo de tigre...

A cierta edad parece no haber remedio para los hábitos, las manías, las resoluciones tercas y la rotunda personalidad;  nos hemos vuelto esto que somos, por los eventos que nos tocó enfrentar,  por consecuencia de las decisiones –buenas y malas- que hemos tomado a lo largo del camino y somos lo que hemos vivido y lo que aprendimos sobre ello.  Como ha dicho una de mis personas favoritas,  “mientras más años cumplimos,  más se acentúa lo que somos:  el bueno es más y más bonachón con la edad,   el gruñón se hace cascarrabias…”  los llorones seguro somos causa de inundaciones, y así,   el grupo social nutrido con esta enorme variedad de seres y haceres diversos,  fascinante a mis ojos (neuróticamente curiosos),  exalta la realidad y la acentúa con igual diversidad.  Ni de broma habría caído en cuenta en mis años mozos de todo esto que encuentro hoy tan evidente,  pero aún entonces,  cuando adolescente,  podía identificar y elegir de entre los “buenos y malos”  para mi destino.  Podía hacerme de la vista gorda entonces, con aquél pueril afán de “pertenecer”,   y sabía bien si estaba participando de un evento que era buena idea o no…  medía consecuencias con escasa consciencia y sabía que mis contemporáneos andaban igual o hasta peor en la mayoría de los casos,   y los menos,  ya me parecían admirables desde entonces y muchos de ellos me lo siguen pareciendo hoy en día.  Esos pocos admirables de aquél tiempo, eran –como hoy,  serenos,  templados,  ubicados  (y así de escuincles obviamente tenían que ser obedientes y observadores de las reglas establecidas);  los que no,  fuimos rebeldes, contestones, mentirosos,  berrinchudos, manipuladores, hipocondríacos,  con frecuencia fallos en la escuela y/o  conflictuados frente a la autoridad en turno. Por los años en que fuimos pollos,  vivimos violencia en casa, verbal, emocional y/o física,  en la escuela, la ley de la selva, etc.  No existía aún el bullying ni instituciones que sustituyeran al carácter.   A cierta edad y ya siendo pilares centrales de familia,  con dependientes menores a quienes educar,  qué espanto me da,  por no pluralizarnos a todos, incluyéndote a ti, amigo lector,   ver cómo las mismas actitudes que rabiábamos contra los mayores,  suceden hoy pero del otro lado de la edad,  donde a mí me toca intentar esta guía para individuos que traje al mundo en estado de “amor”  o lo que es igual,  de semi-consciencia,  sin  imaginar los alcances de mis “hechos”.  El miedo de la paternidad se vive –viviéndola-  y por más que te platiquen,  por más que coincidan en experiencias,  es única en todos los casos,  aún cuando tienes más de un crío.  Sorprendente, atemorizante, retador.   Si creía que algún examen escolar del ayer era difícil,  pecaba por completo de ingenuidad:  ninguna materia, profesión o prueba puede equipararse a las que se enfrentan cualquier día de ser padre o madre.

Ya sé.  No estoy dramatizando en tono de telenovela y está de sobra el “cliché” sobre la maravilla que es tener hijos y todas sus increíbles satisfacciones,  pero en tiempos grandes,  importantes,  graves,  qué espanto.  No hay forma de saber inmediatamente si uno está haciendo lo correcto.  El resultado de cada examen será hasta dentro de años y la ansiada aprobación vendrá, -si es que somos aplicados-  en forma de tranquilidad en ellos,  para “de rebote”  ponernos una semi-estrellita en la frente o “A” en la boleta.

La crítica de los métodos ajenos es lo más sencillo y nos sale en automático, mientras que las fallas que vamos cotidianamente cometiendo con los propios,  nos pasan invisibles con tremenda facilidad y si acaso llegamos a intuirlas,  no tenemos ganas  de confesarlas y mucho menos de discutirlas con nadie;   decía una amada psicóloga infantil que "no hay peor madre que una psicóloga infantil" y se refería justo a ésto.  Podía diagnosticar y tratar a los ajenos, pero el suyo acabó siendo (en opinión de esa madre), disfuncional y terrible en muchos sentidos para la vida “normal”,  aunque él se declara a sí mismo “feliz”.  Quién sabe.  A la vuelta de tanto análisis,  parece ser simple ser feliz y más si no andas preguntándotelo todo y queriendo encontrarle el fondo y meta ulterior a todo.

¿Te pasa a ti?  ¿Con hijos, propios o añadidos, prestados o adoptados…?  Yo me pregunto sobre todo,  acerca de la frontera del respeto por la persona que recibe mi guía,  en especial, cuando lo que digo con énfasis porque en verdad lo creo,  nomás no le llega, no le sirve, o no le importa.   La vaciedad emocional que deja sentirse  una guía inconsistente o innecesaria.  Si no adivino y no comprendo lo que le mueve y necesita,  cuando está crecida y ya no hablamos de meter los dedos en un contacto eléctrico o de poner una manita en el comal,   lo que veo como gitano en su futuro,  no tiene ganas ni de escucharlo…  ¿dónde está el anuncio de FRONTERA que no ha de traspasarse?   ¿dónde atienden a los padres en pánico?   Mis padres,  ¿necesitaron ser atendidos?   Sin duda.  No fui cosa fácil.  No lo soy aún y si ellos sobrevivieron hasta que yo encontré la “mueca”  de la madurez…  ¿significa que yo sobreviviré hasta que mis vástagos dejen de jugársela con decisiones que yo encuentro peligrosas? 


A cierta edad,  y frente a la terca manía de cuestionármelo todo, que ya ha quedado establecido que más bien tiende a ponerse peor,   creo que cada instante es una experiencia que nos va formando.  Creo que el tiempo cuenta.  Cuenta cada hora.  Cada minuto.   Cada segundo es sonoro e importante.  Pasaron años antes de que yo dejara de considerar a mis padres como un “mal necesario”  y comenzara a valorar con profunda estima todo cuanto hicieron y hacen como padres, (aunque todavía no me reconcilio con algunos de sus métodos).   Imagino que en este trance hacia la joven adultez de mis pollos,  lo que aplica es el respeto,  la paciencia,  el amor y la honestidad consciente (o su genuino intento).


martes, 9 de junio de 2015

Del saludo y las palabras mágicas

No voy a traducir un conjuro místico, ni las clásicas palabrejas de cuentos o dibujos animados de otros...  o de todos los tiempos,  ni evocaré al mago del conejo, ni al boticario y mucho menos al  maguito moderno para semi-escuincles cinéfilos.  Hablo en tono adulto,  en el tono serio que nosotros, los de cierta edad, tenemos para tratar asuntos importantes;  en tono casi solemne.   Hablo de magia, refiriéndome al encantamiento por el que los deseos se convierten en realidad.  

Sé que parezco de otra época en muchos de mis hábitos y reconociendo la dificultad que me enfrenta en los usos y costumbres nuevos,  vengo con esta neurosis para compartirla contigo.  Veamos:  No nacidos de monarcas,  ni herederos de títulos nobiliarios, y no habiendo descubierto las Indias Orientales,  entre todos,  somos comunes mortales;   no somos Elvis,  Marilyn,  ni Michael, ni el Gabo ni lady Di...   nadie nos hace reverencias ni se vuelven felices  para siempre por conocernos o por habernos cargado los paquetes.   Así,  tal como lo digo,  aún siendo personas brillantes, con grandes logros detrás de sus respectivos esfuerzos y sin duda, sacrificios,  nos reconocemos sencillamente humanos.  Convivimos con personas dentro y fuera de casa y ellos con nosotros.  ¿Cómo le hacemos para vivir bien?  ¿Cómo se consigue una armonía que sepa dulce, serena, estable,  confiable?   Observo nuestra sociedad actual y la comparo con la de hace una, dos,  tres décadas,   o más incluso,  en este país y en otros...   ¡demonios!  ¡cuánto hemos cambiado! (cáspita o diantres, habrían sido las palabras aplicables apenas hace dos décadas).   Desde tiempos inmemoriales la educación nos ha indicado, instruido y ordenado códigos de conducta que han modificado y no necesariamente "avanzado" junto con la ciencia y tecnología,  -que me resultan claro ejemplo de "avances" de la raza humana.  Nuestra evolución resumida en aparatos.  A través de los tiempos y sus modas, se han ido quedando en desuso -por ejemplo- los sombreros, los abanicos, los pañuelos de tela,  y con ellos,  el saludo de los caballeros quitándose el sombrero,  el coqueteo a través de un abanico que únicamente deje ver la mirada de la dama en cuestión, por un instante,  la despedida de una agobiada mujer agitando un pañuelo bordado delicadamente...   más que cursi, ¿no?  hoy en día ni pensar en cosas semejantes,  nadie tiene tiempo para bordar pañuelos ni caben ya los percheros que sujeten sombreros a la entrada de ningún lugar.   Sólo hay sombreros en algunas bodas -prenda de un día-  o los que usan los mayores,  para cubrir el coco del frío.  El saludo con beso en la mano,  el hablar de usted a nuestros padres,  (conozco provincianos de cierta edad que aún lo acostumbran), la deferencia a los maestros, el saludo de buenos días cuando entrábamos a cualquier lugar público,  la clarísima definición de distancia con que se hablaba de usted, por apellido, por vocativo,  a alguien no familiar y ciertamente no de nuestra misma edad, etc., se van esfumando de nuestro diario vivir.  Se va perdiendo de modo sensible y cuantificable la cortesía.  Entre los derechos humanos, el feminismo llevado a extremos inexplicables, la igualdad, la globalización y otros asuntos (menesteres),  ya es cosa de Netflix volver a ver  reverencias en un saludo noble, decencia en un galanteo, admiración de hijos a padres,  voluntad de "seguir sus pasos", amabilidad entre enamorados en desacuerdo,  ya sean casados o en trámite,   en este o en otros continentes.  En este tiempo nos parece casi ridículo el doble beso en la mejilla que se dan dos diplomáticos en acto oficial televisado al mundo desde Europa,  como de broma es el trato "exageradamente correcto" del capitán América,  pero se siguen vendiendo las historias clásicas de amor  y virtud de aquellos tiempos, en libros, revistas, películas,  fotos de bodas de las escasas monarquías mundiales, cuentos de hadas y súper héroes y eso siguen soñando las nuevas generaciones,  al menos en las primeras etapas de la vida. 

Lo que esta sociedad conoció hace no muchos ayeres como cortesía,   suponía ser correcto y que en estos tiempos se ha cuestionado y revisado desde la era original de nuestra sangre Mexicana,  ya que se enseñó a agachar la voluntad frente al fuereño, el diferente  y el aparentemente superior.  Los padres de la nueva generación no enseñan a sus hijos a responder "mande"  cuando alguien les llama,  (como me enseñaron a mí y como yo enseñé a mis hijos),    ahora ya es aceptable responder "qué"  y a nadie espanta,  (a mí, un poco).  Yo me pregunto si pasará el estado de indefinición con que los que nos siguieron están educando hoy adolescentes,  pues desean hijos triunfadores y les resuelven todo (acabo de morderme un pedacito del labio inferior -  sólo un pedacito),  desean hijos exitosos y les enseñan trampas (con lo que viven los padres, incongruente a lo que dicen),  desean que se casen "bien"  con alguien "bien"  y se faltan al respeto entre padre y madre (casados o no);  tengo ejemplos tan claros como:   hija de 15 años salió con novio por primera vez,  un chico de 17;  la chica vuelve a casa y pasa por el interrogatorio clásico con que hay que dar cuenta de cómo viste, quiénes son sus padres,  a qué se dedican,  cómo la trata, si es o no un caballero,   y esa madre preocupada del bienestar de su hija, le permite y comparte con ella llamarle "wey" a amigas, hermanos, padres, vecinos, autoridades, etc.  Tal vez soy nada más yo quien no entiende, y quizás debas no hacer ningún caso de lo que reflexiono aquí.  Extraño los tiempos en que las palabras eran poderosas y dejaban una huella de nuestra propia hechura.  Espera.  Sigo creyendo que es así.  Pienso firmemente que así es;  dejamos huella con nuestro decir, hacer y sus  respectivos y consecuentes modales.  

No importa si creciste soberbio(a) y te crees "la divina garza envuelta en huevo"  o "bordado(a) a mano",  si tuviste privilegios o tu linaje y apellido vienen de la región equis del país conquistador ye.  También eres un común mortal.  Pero si te preguntas ¿cómo te gustaría ser tratado(a)?  Vuelve conmigo a esta homiléctica que me entretiene...  Ya no usamos "dama",  "caballero",  ya no se sabe qué es "imprecar" ni "bonhomía", pero antes de que nos convirtamos todos en jorobados ansiosos incapaces de actuar frente a otro ser humano por estar en una pantalla de última generación,  antes de que tal "wey"  nos trague,  antes de que la furia temerosa (hasta por asuntos de higiene) nos prohiba saludarnos,   permíteme este breve compartir mi idea de salvar la cortesía entre humanos, que se precian de serlo:  salvemos -al menos-   las venturosas palabras mágicas; "por favor"  y "gracias",  sé de cierto que siguen siendo la varita mágica que vuelve el sueño realidad...    procuran un bienestar suave y digno en toda forma.

Quedo,  como siempre de usted, muy atentamente.


miércoles, 22 de abril de 2015

Ya es hora del cinismo

A cierta edad los miedos se hacen presentes con más frecuencia.  La salud se me ocurre como un motivo repetido de temor y las campañas publicitarias y sociales en pro del bienestar "adulto" me lo confirman a diario.  Anuncian pastillas, suplementos, aparatos, programas, dietas y toda clase de artilugios que abarcan desde la estética personal hasta -literalmente, los huesos, pasando obviamente por el desempeño en asuntos íntimos de pareja.  No digo que cuidarse esté de sobra,  pero me gusta imaginar que todos sabemos, comprendemos y aceptamos nuestra naturaleza y sus prodigiosos cambios. Sé que puede pasarte como a mí,  desde que tengo "cierta edad"  miro una fotografía de este tiempo donde sonreía y me sentía feliz,  y no siempre me agrada el ángulo, la expresión... ¿esa persona soy yo?  ¿qué me pasó?  o aún peor,  cuando he requerido médico y el ilustre individuo usa términos como "ya hay que cuidarse a nuestra edad"...   igualado.  ¿Cómo se atreve a comparar su edad con la mía?  o de plano ¿ya parezco de sus años?  con certeza NO.  La cosa es que los años nos van dejando más cautos, precavidos y temerosos.  Vamos perdiendo audacia, arrojo,  flexibilidad, resistencia, pero lo peor de todo es que vamos perdiendo ganas de jugar por jugar, como cuando éramos más jóvenes.  Conozco personas que viven ahora sus años, obsesionados con "el look"  y se meten al gimnasio por horas y horas y no conocen ya otro tema de conversación,  otras que se inyectan veneno en los músculos faciales para evitar las lineas de expresión,  otras que se han sometido a cirugías estéticas para perder panza, llantitas.  También tengo cerca personas que se hicieron adictas a medicamentos con que suponían resolver asuntos anímicos o de hábitos básicos, como el sueño.  En fin.  Crecer duele.   (frase para adolescentes, que aplica ahora, mejor que nunca).

Si ya no estamos en edad de ser futbolista profesional, ni de concursos de belleza,  no pretendamos aparentar.  No sirve para nada.  Que viva la cierta edad en que somos nuestra memoria y la fantástica colección de fotografías de sitios y eventos vividos;  viva nuestro gran aprendizaje y capacidad de gozar.  Sí se puede jugar por jugar y conseguir hipo de tanta risa.  Se vale hacer ampollas de usar la raqueta sin ganarle a un contrincante, sino gozando con compañero de juego.  Bienvenido el cinismo de no tener que demostrar nada ni vencer a nadie.  A la vuelta del tiempo,  lo que somos se va acentuando;  eso que nos define únicamente tiende a crecer.  Sonriente, platicador, gruñón, ermitaño, filósofo, sentimental...   a cada paso nos haremos más de lo que somos.  Ya va siendo hora, creo yo,  de que vivamos nuestros felices años con la certeza de todo lo que nos trajo aquí,  lo que somos y lo que hemos aprendido,  con orgullo.  Que vivan las arrugas de  risa,  vivan las canas que nos heredó la familia,  viva nuestro cuerpo que siente, disfruta y conoce mucho más que cuando le hacían falta años.  Que vivan los amigos que vamos haciendo hermanos elegidos y que permanecen cerca, que viva el disfrute consciente de cada minuto.   Que viva vivir.



domingo, 15 de febrero de 2015

Ser humano


Termina la semana y a pesar del cansancio, amanece temprano para salir.  Me envuelvo de sol mientras camino las calles del centro de mi ciudad, en compañía de personas favoritas, entre charla, bromas, risas, sorpresas y sin dejar de pasear los ojos por cuanta maravilla sucede, un domingo cualquiera.  De tanto que hay para ver,  uno no sabe para dónde voltear, así que lo mejor es caminar despaciosamente y,  aunque conocemos bien la zona, elegimos andar como turistas,  tratando de fotografiar con los ojos lo más posible.  Andando así, descubro la gente igual a nosotros,  paseantes, iguales todos en ánimo de disfrute que no tiene nada que ver con el carácter de días de trabajo (cuando todos somos como maquinitas autómatas),  hoy somos suavidad en la mirada,  de sonrisa fácil.  Los sentidos se agudizan y se perciben los atrayentes aromas de las cocinas,  los inciensos de puestos callejeros,  intensos perfumes en los locales de esencias;  en cada local,  su propia música sonora, marcando el gusto individual del sitio, además de los que invitan a gritos a probar, comprar, pasar, siempre festivo...  colores, texturas, olores, sonidos, con una feliz intensidad.  

Recién me entero que hay disfrazados que trabajan como "cosplayers" representando un personaje de película, de caricatura o alguna invención personal extraña y que están allí para que los curiosos se tomen foto con ellos,  a cambio de una módica suma de dinero;  cuando alguien que no pagó, elige fotografiarlos, aún siendo de lejos,  me han dicho,  los "representantes"  de dichos artistas responden agresivamente en reclamo e incluso con amenazas de violencia física, así que prontamente guardé mi celular y evité capturar la imagen de un "terminator"  que se acompañaba de un robot "transformer",  un "batman"  y de un "sully" junto a su peluche "wasauski",  rodeados de gente joven, sonriente y entusiasta por tener testimonio de tales visiones.


Entramos al Museo Nacional de Arte y me volvieron a atrapar sus escaleras magníficas y la impresionante arquitectura del lugar,  como tantas veces antes.   Luego al barrio Chino,  ahora que está por celebrarse su año nuevo,  elegimos comer uno de esos paquetes para varias personas,  de comida deliciosa, abundante y distinta de lo que cotidianamente tenemos a la mano.   Con los alimentos, nos trajeron tenedores y cuando alguien solicitó un cuchillo para las costillas,  (del plato), el mesero llegó con cinco y preguntó quién iba a romper la tradición cortando con cuchillo la carne.  Después de risas por su broma,  dijo contento que "aquí no es Europa por fortuna y cada quién come como quiere".  Luego nos platicó que ha tenido clientes que se van molestos porque no sirven ni pan ni tortillas para acompañar. El personal vestido en trajes orientales,  saludado con el Chino nombre del local, una enorme pecera con los chinísimos "koi"  o carpas chinas,  mientras ya provistos de palillos probamos la sazón y condimentos de aquel país,   y ¿por qué no? disfrutando al trovador andariego que entona "el rey" y es coreado por casi todos los comensales del lugar (incluídos nosotros).  Sólo en México.  Nada como beber sake y cantar música ranchera.  Una muy bien atendida mesa y una comida en todo sentido, muy agradable.  Después del té de jazmín y galletas que no decían la suerte, nos resultó muy motivante dar una vuelta por las tiendas de artilugios para  la fortuna,  (ya que por fin termina el difícil año -mío- del caballo y comienza la feliz cabra) (sin albur), cada local ofrece miles de cabritas doradas en distintos diseños, tamaños y formas, rodeadas de moneditas de imitación, piedras, atados rojos, colgantes, de mesa, de plástico, metal, madera, cerámica,  lo que todo mortal debe poseer para pasar bien librado este año que inicia.   Entramos a una tienda notoriamente más grande que las demás, para descubrir que en el fondo había una mujer activando amuletos de acuerdo al signo de cada uno y que adivina qué necesitas y qué debes cuidar, por quién eres;  una especie de bruja que mira con un ojo negro y el otro ciego de nube,  de cierta edad,   de tono cálido en la voz, que además de proveerte del amuleto adecuado,  te vende otros artefactos para procurarte bienestar durante el año de la cabra.  Qué cabra.  Salí de ahí pagando más de lo imaginado, pero con una sensación de portar el campo de fuerza que no sabía que anhelaba.  Como yo,  mis personas favoritas.  Como nosotros,  varias decenas de otros hombres y mujeres -casi todos de cierta edad- confiándole la fe a las milenarias tradiciones de una cultura del otro lado del mundo.

De vuelta a la calle,  una banda de rock compuesta por músicos muy jóvenes, rodeada de cientos de sonrientes que aplauden gustosas al final de cada canción,  vendedores ambulantes, puestos de revistas, artesanías,  gritones vendedores de billetes de lotería, chicos y chicas con los pelos pintados de verde, morado, azul,  con toda clase de aretes en la cara, tatuajes más que visibles, atuendos nada convencionales,  siempre salpicando su notoriedad entre los comunes -de cierta edad-  que somos invisibles por tan comunes en una sociedad "incluyente";  parejas de chicas de la mano,  papás visiblemente exhaustos de venir cargando al crío en turno; un mundo de gente:   gordos, flacos, altos, bajos, teñidos, canosos, acicalados, fachosos, familias enteras compartiendo el paseo, gente sentada en el suelo,  en las jardineras, carritos de bicicleta transportando extranjeros...   Personas que en día libre nos volvemos iguales.  Todos en el ánimo de disfrutar, descansando del trajín del trabajo y la vida dura de cumplir entre semana.  No puedo más que admirar con enorme gratitud, cada cara que sabe gozar el paseo y que en la simpleza de andar las calles, se sorprende, sonríe, comparte y vive, como un ser humano.

miércoles, 7 de enero de 2015

El dolor requiere valentía

Qué cosa curiosa es el dolor físico.   Un dolor es la respuesta como “sistema de alarma” que produce el cuerpo,  para hacernos reaccionar.    Sea cual fuere el motivo,   nuestro cuerpo físico –que nació para estar sano y feliz,  enfrenta el dolor como un accidente.  Una dura llamada de atención.  Un evento desagradable del que se genera la urgente necesidad de reparación para conseguir olvido lo antes posible.   El sistema nervioso manda señales como reacción.  Desde un pálido dolor de cabeza, hasta dolores incapacitantes,  la señal se convierte en centro de nuestra sencilla humanidad.   Nos llena de miedo,  impotencia, desesperación.  Nos lleva a tomar decisiones absurdas y/o drásticas (o al menos a pensarlas),  desde un sitio tremendamente delicado en cuanto a autoestima se refiere.

Tratándose de dolores grandes,   el evento puede a veces llegar como un violento golpe de sensaciones agudas, estacionarse en lo que nos parece  eterno,  hasta llevarnos al bloqueo de la consciencia, desconectándonos  del ser/estar,   apartar el registro de la memoria del propio evento…    o puede venir como un hilo de agua,  que crece y se hace arroyo,   que llega a río y torna en una cascada intermitente, que mana de alguna falla o daño y  va desgastando el umbral,  disminuyendo la tenacidad, como una lija gruesa en madera seca,    devastando de a pocos los muros de carga que nos cimientan y vulnerando la luz en la mirada,  la suavidad en la sonrisa,  y acaba por herir el ánimo y el alma.

El dolor es de colores: es entera la gama de los cálidos,  del blanco al rojo fuego.  Es de números,  del 1 al 10,  o para más detalles,  del 1 al 100;  puede ser sordo,  agudo, grave,  seco,  puede parpadear,  latir,  quemar,  hacernos gritar,  gemir, llorar,   abrir los ojos, cuando menos,   pero más,  cerrarlos;  nos hace  arrugar la cara, fruncir el ceño, los labios,  encogernos al tiempo de sus espasmos o de sus picos,  nos entume, nos parte,  nos lleva a hacernos ovillo en busca de la posición prenatal,  como una más de sus humanas muestras de indefensión.  El dolor es –por decir lo menos,   inconveniente.   El dolor es espantoso.

Pasar por tiempo en dolor,  rodeado de gente,  o medianamente acompañado,  no es algo sencillo.  Posiblemente, como me pasa a mí,   te ha sucedido que sufres un dolor y aguantas la queja verbal,  el gemido o incluso el llanto,  tratando de no afectar “de más”  a quien está tratando de confortarte;  el personaje en tu compañía se angustia y lo hace expresivamente, mientras uno se hace “el macho” lo más que puede.  En cambio estando a solas,  uno vuelve a los 5 años de edad,   cuando llorar y enrollarse como cochinilla es lo natural para pasar un gran dolor físico.    A cierta edad,  “la bola” (de años)  se hace presente en forma de dolores que los contemporáneos reconocen como “normales”  y habría que pasar por ellos,  como por otros muchos síntomas de nuestra preciosa madurez,  con elegancia y estilo,  pero a diferencia de la necesidad de anteojos o de la paulatina pérdida de audacia y arrojo (por obvia precaución), etc.,  el dolor nos devuelve a la mortal naturaleza, privados de poses,  códigos,  armas, artimañas, maquillajes.  Nos confronta con la breve y frágil cáscara que habitamos y nos despoja de toda galanura.  Regresamos  a la desnudez del alma, en medio de un ambiente por completo hostil.

Y,  aunque se antoja difícil de creer,  puede el dolor tener su lado positivo,  además del obvio que resulta en que uno se atienda algo del cuerpo, que no anda bien…   en los planos emocional,  espiritual, metafísico, energético, etc.,  pasar por dolor también es una activa alarma funcionando para mostrarnos algo de nuestro ser, que no anda bien.   El dolor físico puede auténticamente ser un simple síntoma de un mal emocional.   Además de la atención médica/física,  en este otro contexto habrá que ponerle atención para decodificar lo que el dolor nos muestra,  encontrar los síntomas,  la causa,  comenzar a atender “el mal”  y corregirlo.  Hay que “entrarle”  con más valentía que la que aplica  al  ir a cirugía,  ya que están involucradas las más íntimas verdades de nuestro ser humano,  y no únicamente carne, huesos, tripas y nervios,   sino todo lo que creemos, pensamos, sentimos, esgrimimos,  defendemos, callamos y ocultamos;  lo que nos conforma,  por genética, por herencia o aprendido.  Nuestras memorias, buenas y malas,  acaban siendo un síntoma de alegría o de dolor  y  para el caso,  el dolor es sólo un síntoma de ira o de tristeza.    El solo decirlo,  no es simple, ni lindo.  Pero  es real.    Así que,   acierta la “cierta edad”  y lo que uno va aprendiendo sobre sí mismo,  que deja de ser un simulacro y se convierte en compromiso con los “arrestos” que hay que tener para meterse a quirófano  con un neurocirujano,  mientras que ya no se hace “guaje”  y le entra al tema de fondo.   Los médicos pueden arreglar los cables y ponerlos a funcionar relativamente en orden…   pero a uno le toca arreglar el verdadero origen...   porque así como nuestro cuerpo físico ha nacido para ser sano y funcionar,  nuestro ser humano, ha venido aquí para ser feliz.