A cierta edad parece no haber remedio para los hábitos, las
manías, las resoluciones tercas y la rotunda personalidad; nos hemos vuelto esto que somos, por
los eventos que nos tocó enfrentar,
por consecuencia de las decisiones –buenas y malas- que hemos tomado a
lo largo del camino y somos lo que hemos vivido y lo que aprendimos sobre
ello. Como ha dicho una de mis
personas favoritas, “mientras más
años cumplimos, más se acentúa lo
que somos: el bueno es más y más
bonachón con la edad, el
gruñón se hace cascarrabias…” los
llorones seguro somos causa de inundaciones, y así, el grupo social nutrido con esta enorme variedad de
seres y haceres diversos,
fascinante a mis ojos (neuróticamente curiosos), exalta la realidad y la acentúa con
igual diversidad. Ni de broma
habría caído en cuenta en mis años mozos de todo esto que encuentro hoy tan
evidente, pero aún entonces, cuando adolescente, podía identificar y elegir de entre los
“buenos y malos” para mi
destino. Podía hacerme de la vista
gorda entonces, con aquél pueril afán de “pertenecer”, y sabía bien si estaba participando de un evento que era
buena idea o no… medía
consecuencias con escasa consciencia y sabía que mis contemporáneos andaban
igual o hasta peor en la mayoría de los casos, y los menos,
ya me parecían admirables desde entonces y muchos de ellos me lo siguen
pareciendo hoy en día. Esos pocos
admirables de aquél tiempo, eran –como hoy, serenos,
templados, ubicados (y así de escuincles obviamente tenían
que ser obedientes y observadores de las reglas establecidas); los que no, fuimos rebeldes, contestones, mentirosos, berrinchudos, manipuladores,
hipocondríacos, con frecuencia
fallos en la escuela y/o
conflictuados frente a la autoridad en turno. Por los años en que fuimos pollos, vivimos violencia en casa, verbal, emocional y/o física, en la escuela, la ley de la selva, etc. No existía aún el bullying ni instituciones que sustituyeran al carácter. A cierta edad y ya siendo pilares centrales de familia, con dependientes menores a quienes
educar, qué espanto me da, por no pluralizarnos a todos,
incluyéndote a ti, amigo lector,
ver cómo las mismas actitudes que rabiábamos contra los mayores, suceden hoy pero del otro lado de la
edad, donde a mí me toca intentar
esta guía para individuos que traje al mundo en estado de “amor” o lo que es igual, de semi-consciencia, sin imaginar los alcances de mis “hechos”. El miedo de la paternidad se vive
–viviéndola- y por más que te
platiquen, por más que coincidan
en experiencias, es única en todos
los casos, aún cuando tienes más
de un crío. Sorprendente,
atemorizante, retador. Si
creía que algún examen escolar del ayer era difícil, pecaba por completo de ingenuidad: ninguna materia, profesión o prueba puede equipararse a las
que se enfrentan cualquier día de ser padre o madre.
Ya sé. No estoy
dramatizando en tono de telenovela y está de sobra el “cliché” sobre la
maravilla que es tener hijos y todas sus increíbles satisfacciones, pero en tiempos grandes, importantes, graves, qué
espanto. No hay forma de saber inmediatamente
si uno está haciendo lo correcto.
El resultado de cada examen será hasta dentro de años y la ansiada
aprobación vendrá, -si es que somos aplicados- en forma de tranquilidad en ellos, para “de rebote”
ponernos una semi-estrellita en la frente o “A” en la boleta.
La crítica de los métodos ajenos es lo más sencillo y nos
sale en automático, mientras que las fallas que vamos cotidianamente cometiendo
con los propios, nos pasan
invisibles con tremenda facilidad y si acaso llegamos a intuirlas, no tenemos ganas de confesarlas y mucho menos de
discutirlas con nadie; decía
una amada psicóloga infantil que "no hay peor madre que una psicóloga infantil" y
se refería justo a ésto. Podía diagnosticar
y tratar a los ajenos, pero el suyo acabó siendo (en opinión de esa madre), disfuncional
y terrible en muchos sentidos para la vida “normal”, aunque él se declara a sí mismo “feliz”. Quién sabe. A la vuelta de tanto análisis, parece ser simple ser feliz y más si no andas
preguntándotelo todo y queriendo encontrarle el fondo y meta ulterior a todo.
¿Te pasa a ti? ¿Con
hijos, propios o añadidos, prestados o adoptados…? Yo me pregunto sobre todo, acerca de la frontera del respeto por la persona que recibe
mi guía, en especial, cuando lo
que digo con énfasis porque en verdad lo creo, nomás no le llega, no le sirve, o no le importa. La vaciedad emocional que deja
sentirse una guía inconsistente o
innecesaria. Si no adivino y no
comprendo lo que le mueve y necesita,
cuando está crecida y ya no hablamos de meter los dedos en un contacto
eléctrico o de poner una manita en el comal, lo que veo como gitano en su futuro, no tiene ganas ni de escucharlo… ¿dónde está el anuncio de FRONTERA que
no ha de traspasarse? ¿dónde
atienden a los padres en pánico?
Mis padres, ¿necesitaron ser
atendidos? Sin duda. No fui cosa fácil. No lo soy aún y si ellos sobrevivieron
hasta que yo encontré la “mueca”
de la madurez… ¿significa
que yo sobreviviré hasta que mis vástagos dejen de jugársela con decisiones que
yo encuentro peligrosas?
A cierta edad, y
frente a la terca manía de cuestionármelo todo, que ya ha quedado establecido
que más bien tiende a ponerse peor,
creo que cada instante es una experiencia que nos va formando. Creo que el tiempo cuenta. Cuenta cada hora. Cada minuto. Cada segundo es sonoro e importante. Pasaron años antes de que yo dejara de
considerar a mis padres como un “mal necesario” y comenzara a valorar con profunda estima todo cuanto
hicieron y hacen como padres, (aunque todavía no me reconcilio con algunos de sus métodos).
Imagino que en este trance hacia la joven adultez de mis pollos, lo que aplica es el respeto, la paciencia, el amor y la honestidad consciente (o su genuino intento).