martes, 9 de agosto de 2016

Flores con gratitud

Después de la cuarta década, hay que enfrentarlo,  la gente de afuera accede a nosotros con términos aseñorados, formales, que implican (innecesariamente) nuestra edad;  ¿extrañas que te llamen "joven"?  ¿"señorita"?  No hay remedio.  A cierta edad, ya somos "señor"  o "señora"  y eso se va (según me cuentan...)  directo al ego.   Con los años, hemos perdido lozanía, firmeza en los músculos, destreza física, elasticidad, cabello, calcio...   e incontables oportunidades (lo que es mucho más grave).  También hemos perdido la seguridad -en una medida u otra- para andar confiados por el mundo, sabiéndonos hermosos y poderosos, con toda la vida por delante.  Si conseguimos la cierta edad, hay que celebrarlo,  pues muchos que se fueron lozanos y firmes, no llegaron a contar canas, nietos, uso de fajas, vitaminas,  la llegada de la calvicie o la menopausia y cien payasadas más que hay que enfrentar con estos años,  por la maravillosa gracia de estar vivos.

¿Te ha pasado como a mí?  Si miro fotos de hace una, dos o tres decenas de años,  me veo y me arrepiento de no haberme sentido feliz con mi estampa en aquel tiempo...   como si todo ayer fuese mejor.  Algo no fue suficientemente apreciado en su tiempo,  ¿no es cierto?  El día de hoy me vivo con decisión de no perderme ese aprecio total,  esté como esté,  con mi contenta humanidad,  por lo que soy,  lo que sé y lo que aún quiero aprender.

Así,  como me llaman irremediablemente "señora",  en mi quinta década anunciándose feliz,  me centro en la consciencia vital de lo aprendido,  lo que valía la pena nutrir y defender,  lo que había que soltar y todo lo que guarda mi memoria.  Atesoro los afectos de siempre, los intermitentes, los nuevos,  los perdidos y abrazo cada día con una avidez que en tiempos más jóvenes desconocía.   Hoy día se navega sabrosamente sobre la cauda de amores y certezas del ser progenitor, tanto como de ser hijo o hermano de sangre y hermano elegido.   Se aprende a aquilatar el minuto de carcajadas de cada día,  aunque crezca las arrugas;  se bebe uno el sol como si cada peca adquirida viniese de un erótico día en brazos amados y playa.  El amor se vuelve experto,  mágico,  despacioso y de ojos abiertos, carente de tapujos.  Todo se intensifica y se amansa, vuelto cinismo y vocación de libertad y alegría.  Es sensacional.  

Los piropos, adulaciones, lindezas, requiebros,  galanterías,  vienen -a cierta edad-  menos de allá afuera,  y mucho más de la vida adentro,  colmados de respeto pero también de desparpajo,  porque vienen de quien se ha acomodado en nuestra vida con ganas de pertenecer y permanecer;  entre familia y amor,  las lisonjas y flores, se cargan de ternura para regresarnos a reconciliar lo burdo del cuerpo humano con lo elevado de sabiduría y gracia adquiridas.   Un amigo, hace muchos años, me dijo como dueño de la verdad absoluta, que "un piropo,  de quien venga,  siempre se agradece".  Yo tenía serias quejas cuando el piropo venía de algún guarro en la calle e implicaba indecoro o grosería...   pero en estos años, le reconozco razón:  Siempre se agradece.  No importa cómo esté uno en este cascarón físico,   la agradecida es la estampa actual y la consciencia de ser.

A cierta edad más vale florear a cada persona entrada en años o no.  Sabemos el logro inmenso que es llegar al día de hoy y lo que importa llegar contentos con lo que somos. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario